Hace seis meses que tus serenas palabras se han dormido en el eco del silencio, y aunque recibo puntualmente un sobre con alguna foto tuya en respuesta a mis cartas, no es tu letra la que aparece en el membrete.
He intentado ponerme en contacto contigo varias veces, pero al otro lado del auricular, siempre hay una voz que, con amable indiferencia, me responde diciendo que estás bien aunque no puedas ponerte y se niega a darme más explicaciones… supongo que en el estricto cumplimiento de su maldito deber, a veces tan deshumanizado y ajeno a cualquier tipo de sentimientos y sensaciones.
Tal y como te comentaba en mis anteriores cartas, me encuentro por decisión propia, desde hace unos meses, escribiendo las últimas páginas de mi personal biografía en una residencia geriátrica cercana a mi pueblo.
Aquí los días transcurren lentos, pintando atardeceres desde esa otra dimensión de la existencia, como absurdo espectador de una tragedia, donde la vida se convierte a menudo en un paisaje de tinieblas intransitables. El roce del segundero del reloj desgasta mi alma y tu cálido recuerdo es un constante reclamo para la indómita inconsciencia de esta incansable buscadora a quien el paso de los años no ha conseguido detener ni dispersar.
¡Echo de menos tantas cosas!... Mi demandada libertad, mi casa, mi familia, mis libros, mis amigos de siempre, mis adorables gatos, mis plantas, mi estupenda colección de bolsos, mis pinturas, el contacto con la arcilla, pero sobre todo, te añoro a ti.
Resulta extraño decir que se echa de menos a alguien a quien nunca se ha tenido; alguien de quien no conoces su olor, ni su sabor, ni el tacto de sus manos, ni sus caricias, ni la expresión de sus ojos frente a frente. Alguien a quien has mirado sin ver, sentido sin sentir, tocado sin tocar. Alguien a quien has besado tantas veces con el alma, renunciando al ardiente contacto de los labios y la piel, en un enorme sacrificio por el responsable cumplimiento de no transgredir las normas de un contrato establecido. Y sin embargo, alguien a quien llevas queriendo en silencio media vida, soportando y compartiendo contigo misma la pesada carga de la distancia, en esa complicidad que sólo da el amor prohibido.
Sí, mi querido Ángel, nuestros asientos contiguos estuvieron ocupados mucho tiempo, pero por fin llegó el momento de poder vivir nuestra particular historia de amor serenamente, sin testigos presenciales, sin intermediarios, tal y como habíamos soñado, avalados sólo por el dulce bálsamo de la ternura y el deseo, dejando justamente que el destino cumpla su promesa.
Quiero bailar con las estrellas a la luz de la luna mientras te digo mil veces que te quiero, como tantas otras, pero esta vez, quebrantando el silencio hasta extinguir mi último soplo de aliento a tu lado. Y contemplar tu plácido semblante, escuchando el murmullo de las hojas de los cipreses mientras tus manos dibujan la hipotenusa de mi cuerpo en perfecta armonía.
He intentado tramitar la solicitud de traslado de mi residencia a la tuya, pero las gestiones burocráticas son complicadas e interminables, y me temo, que puesto que vivimos en lugares tan distantes, tal y como te comentaba en mis escritos, si no utilizas tus influencias más inmediatas, se harán imposibles.
Llevo casi veinte abriles esperando estar contigo, fundirme en tu abrazo y perderme en el bello paisaje de tu mirada hasta encontrar la paz que anhelo.
Hasta ahora me he mantenido firme como una muralla fortificada por tu amor, contemplando el nebuloso horizonte desde mi dolor diseminado, con el eterno letargo de la impotencia. Pero los años me han vuelto vulnerable, como débil rama indefensa, y desde este crepúsculo invernal, no quiero morirme amando en el silencio ni callar muriendo en la quietud. Por eso, mi adorable “filántropo”, ésta será la última carta que te escriba.
Tengo a medio hacer el equipaje, y con paso firme y decidido, descenderé el umbral de la esperanza para emprender el camino de mi sueño, de nuestro sueño, hasta encontrar el escenario de tu estancia y terminar mis días junto a ti. Conociendo tu eficacia, estoy segura de que me tendrás un digno huequecito reservado, en tu impecable molino de sonidos.
Preparo mi reencuentro entusiasmada y aunque mi piel no conserva la tersura juvenil de antaño, y la carcoma del tiempo fue plasmando en mi rostro su arte más desordenado, me siento secretamente viva.
Los recuerdos se atropellan en mi mente y mi voz grita en silencio las cinco letras de tu nombre con una melodía que me sabe a primavera.
Quiero transitar por las amplias veredas de tu existencia, mientras la blanca luz de la vida fluye silenciosa sobre mis espacios infinitos. Ahondar en las entrañas de tu alma sin perderme ni un minuto de tu tiempo; de ese tiempo que nos ha mantenido varados injustamente en el remanso de nuestra encubierta soledad, y del que ahora disfrutaremos como legales ladrones, que después de cumplir la condena impuesta, recuperan su motín.
Espérame, amor mío, donde mis ojos se posen en los tuyos, donde la luna me encuentre dormida en tu regazo, hasta que pueda apagar mi sed en tu corriente, porque tenemos una cita de amor con las estrellas.
Tu amada
Ana.
Cuentan los lugareños que Ana emprendió el camino una noche de invierno, ligera de equipaje y preñada de esperanza e ilusión.
Impulsada tal vez por un amor sin límites, sin tiempo y sin espacio, consiguió llegar hasta el bello pueblecito donde los días de Ángel transcurrían.
Le encontró medio dormido en un sillón, como estatua inanimada, con la mirada perdida en el vacío, cual canción suspendida en el pasado.
Arrodillada ante él, acariciaba pausadamente cada pliegue de sus manos, entrelazándolas en las suyas con la firmeza de un nudo marinero, mientras le explicaba mil cosas que resonaban en el silencio como una inacabada balada de amor, intentando expresarle que ya nadie podría separarlos.
Pero Ángel, anclado en la memoria del olvido, parecía tener el alma embalsamada y mirándola fijamente, repetía una y otra vez las mismas palabras como un “mantra” sagrado: “¡Sácame de aquí, sácame de aquí!”
El brillo acudió de nuevo a los ojos de Ana, al compás que descendían las lágrimas por sus mejillas en una profunda emoción, convencida de que la había reconocido.
Un toque en la espalda a modo de advertencia, la hizo volverse. Era la cuidadora de Ángel, que con voz inalterable y firme le dijo: “No se preocupe, lleva seis meses con la razón perdida y a todo el que llega nuevo le pide que le saque.”
Marchita por el triste clamor del desaliento, intentaba serenar el desolado paisaje de su alma, esforzándose inútilmente en poner brillo al opaco color de la desesperanza y tratando de comprender por qué, en el ocaso de la vida, su mejor canción se quedó muda, como estrofa que jamás ha de sonar.
Abrazada a Ángel, defendiendo ese contacto por el que tanto habían luchado, con voz entrecortada, entre sollozos, repetía perturbada continuas frases sin un orden lógico:
“¡Maldito cabezota! Me dejaste tirada en el pórtico final de la existencia. Eras parte inseparable de mi ser. Mi último reducto, el final de mi historia. Sólo quería descansar entre los remansos de tu divina sobriedad. Y ahora... las golondrinas lloran de tristeza y las estrellas se desploman a tu paso.
Me iré con el alma agonizando por la gastada senda de la vida, con el silencio del vacío que me aturde, mientras el tiempo pasa callado. Y la lluvia caerá sin cesar sobre el velado cristal de mi esperanza y ya no habrá una tierra que la empape.”
Ángel la miró fijamente, y esta vez, con los ojos llenos de lágrimas, como si aquellas palabras hubieran hecho mella en su corazón, le dijo de nuevo: “¡Sácame de aquí, sácame de aquí!”
Ana le conocía muy bien y sabía que aunque su razón distorsionada careciera de coherencia, esos vocablos repetidos sin cesar, expresaban un firme deseo; por eso, aprovechando el anonimato de la noche, le cogió de la mano y deambuló a su lado sin rumbo fijo.
Caminaron durante horas bajo el frío intenso de la madrugada, hasta que el cansancio les hizo detenerse debajo de una encina. Acurrucados los dos, cuerpo con cuerpo como siempre habían soñado, desprovistos de abrigo, sin nada más que el silencio temblando en el espacio y nada más que las estrellas brillando en la quietud, sin otro consentimiento que el intercambio que las miradas mutuas, habían decidido cumplir con la promesa de terminar juntos sus días, sin saber muy bien cómo ni dónde, pero juntos.
Ana lloró sin tregua, derramando al cielo una plegaria y Ángel, sobre la tierra que ella mojaba con sus lágrimas, dejó caer algo que llevaba en la mano parecido a unas semillas.
Les encontraron abrazados a la mañana siguiente después de una gran tormenta, al despuntar el día de un 14 de febrero, exhaustos y congelados de frío. Y aunque hicieron grandes esfuerzos por reanimarles, ninguno de los dos sobrevivió.
Cuenta la leyenda que un precioso olmo empezó a nacer tiempo después entrelazado al tronco de la encina, posiblemente, fruto de las semillas que Ángel inocentemente esparció sobre la tierra. Desde entonces, los dos árboles crecen abrazados, como ellos quisieron estar siempre. Dicen que la lluvia los mantiene verdes porque cae mucho más generosa en ese lugar.
Tal vez la naturaleza, siempre caprichosa, quiso inmortalizar así su historia de amor, y quizás también, para rendirles un justo homenaje, se bautizó el 14 de febrero como el día de los enamorados.
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