- El autobús te espera, me dijo; No olvides bajarte en la primera parada, justo donde termina el “Gran Hotel” ya sabes, tus abuelos estarán esperándote. Y no dejes de entrenar cada día porque el año que viene la competición será más dura.
Me despidió con ese brillo en la mirada, mezclado entre tristeza y alegría y con un abrazo apretado que sabía a triunfo, igual que los que me daba después de cada victoria conseguida, al terminar de imponerme la medalla.
Subí al autocar y burlando las instrucciones de la directora, me acomodé como siempre en el último asiento, mientras desafiaba la enojada expresión de Elena, que observaba desde abajo reprendiéndome con la mirada aún sin hablar.
El aire olía a verano, a mar, a excursiones y a familia; A indisciplina y largos amaneceres, retozando perezosa entre las sábanas almidonadas de la abuela; Y el paisaje, era un recuerdo aprendido en mi memoria a lo largo de aquel trayecto que siempre se me hacía interminable.
De nuevo se dibujaban ante mis ojos cordilleras inmensas de montañas sobre valles frescos, que desafiaban altivos al mes de Julio a sabiendas de que no conseguiría arrancarles su color. Y custodiándolo todo, como testigo mudo en el tiempo, el mar de fondo, en ese paisaje incomparable que es Asturias.
Las sucesivas y molestas rotondas que lo coronan a su entrada, eran el anuncio de mi destino; Una vez más, estaba en mi pueblo, en ese pequeño espacio del mundo, patrimonio de mi infancia, de mis inocentes juegos y cómplice testigo de mis vivencias encadenadas a los fantasmas del pasado.
Dos siluetas se perfilaban nítidamente en la distancia, y yo, entusiasmada ante el esperado reencuentro, me atolondraba entre los pasajeros intentando abrirme paso para salir la primera, olvidándome de las más elementales normas de conducta y tratando de disculparme ante mí misma con esa cómoda teoría de que “el fin justifica los medios”.
Los abuelos no habían cambiado apenas y sólo la boina descolorida del “yayo”, era un símbolo inequívoco de que había transcurrido un año más.
Al llegar a casa, el olor inconfundible de las "fabes" me rendía una exquisita bienvenida, y me dispuse a deshacer el equipaje, sin olvidar que las legumbres coqueteaban juguetonas desde la olla con mi vacío estómago.
La abuela preguntaba acelerada sin detenerse apenas a escuchar las respuestas, y mientras yo terminaba de vaciar la maleta, conversaba con ella, contándole mis progresos.
Un último paquete entre mis bultos llamó su atención; Eran mis medallas, los premios otorgados a mi esfuerzo en las duras competiciones de natación y que a partir de ahora, decorarían las paredes de mi cuarto junto con las anteriores.
Después del obligado descanso de la siesta, caminé sola durante horas por las estrechas calles del pueblo, mientras dibujaba siluetas imaginarias en cada esquina, en cada plaza, en cada umbral de las puertas de mis amigos, desde donde tantas veces habíamos jugado a contar fantasías inventadas y que ahora, aparecían ante mí como testigos mudos de una historia real.
Buscaba entre los recuerdos a Juan, a Marta, a Pedro, a María, y a mi hermano Juanjo, que desapareció una tarde de verano para siempre mientras yo, desde mis torpes manos me afanaba inútilmente en sujetarlo. Y como si de un rumbo impuesto se tratase, me dirigí otra vez hacia la playa, sin calcular mis pasos, perdida entre el murmullo del silencio, supongo que con el único fin de encontrar una respuesta que nunca existió.
Sentada frente al mar, junto a las olas, cuando el sol sucumbe ante el horario establecido y las sombrillas duermen, recordaba de nuevo aquella tarde en la que mamá y papá, se alejaron un momento dejándome a cargo del “enano”, como me gustaba llamarle. Un segundo bastó para que las intrépidas olas se lo tragaran inesperadamente, mientras yo, empleaba todas mis fuerzas en retenerlo, al tiempo que le gritaba: “ No te sueltes Juanjete, no te sueltes”. Un segundo, solo un segundo es tiempo suficiente a veces para destruir toda una vida, incluso dos; Porque en ese corto espacio de tiempo, mi pequeña razón se quebró al compás que el cuerpo de mi hermano desaparecía injustamente bajo el agua.
No recuerdo nada más del instante siguiente, sólo que desperté en un hospital tres años después, con todo resquebrajado menos el recuerdo, que hoy, diecinueve años después, permanece inalterable en mi memoria junto a Juanjo.
Los médicos dijeron que mi frágil mente infantil, no soportó el impacto de la tragedia, y tal vez, ante la amarga realidad, decidió evadirse en busca de nuevos horizontes, diseñando un espacio a su medida donde los sueños no pudieran truncarse tan impunemente.
Mi madre trató de explicármelo diciéndome siempre que yo era alguien especial, que podía pensar igual que los demás, solo que más despacio, y que aunque necesitaba más tiempo para todo, algún día conseguiría hacer grandes cosas, igual que ellos. Y debía tener razón, porque desde entonces, lo único que he sabido hacer sobresaliendo del resto, es nadar. No importa lo fatigoso que resulte el trayecto, ni lo fuerte que sean mis rivales, ni siquiera lo lejos que este la meta, a la que nunca veo, porque sólo está la silueta de Juanjete y mi desesperado afán por alcanzarla, en una lucha sin tregua para rendirle un homenaje digno, y demostrarme a mí misma que el mar no volverá nunca a ganarme la batalla.
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