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jueves, 3 de marzo de 2011

La Parábola del Ateo

_ Publicado en la Antología de Talleres Literarios de Extremadura _
(2006)
En aquellos tiempos, en la aldea de los creyentes, se hallaba reunido un grupo de muchachas, debatiendo a cerca de la existencia de un Dios divino y todopoderoso. El Dios que creó el mundo y el que lo dirige, tan dueño de todo, que “no se mueve una hoja del árbol sin que él lo permita”.
Parecían estar todas de acuerdo en la veracidad del ser supremo, menos una, que defendía la teoría de que no podía ser que alguien en apariencia tan perfecto, hubiera creado un mundo tan injusto y que todo estuviera ocurriendo bajo su jurisprudencia.
Pasó por allí un sumo sacerdote, y al oír las blasfemias de la joven se detuvo a interrogarla.
__¿Cómo es que no te gusta Dios, muchacha hereje?.
__ Verá Padre, respondió la muchacha. No he dicho que no me guste, sino que no creo en él, porque de hacerlo, tendría que pensar que es un ser egoísta, maligno, y uno de los mayores fracasados.
El sacerdote, aturdido y colérico con aquellas palabras, decidió llevarla ante el máximo consejo para que fuera escuchada por el pueblo y juzgada por el Santo Concilio.
Reunido el cónclave para tal efecto, volvieron a interrogar a la joven atea.
__Di muchacha. ¿Por qué no te gusta Dios?
__ No he dicho que no me guste Padre, respondió de nuevo para sorpresa de todos los allí presentes, he dicho sólo que no creo en él, pero gustarme sí me gusta... A mí me gusta mucho Dios.
Me gusta Dios porque es un fracasado, porque creó un mundo imperfecto, y porque casi nunca cumple sus promesas, y eso me hace sentirle mucho más humano.
Me gusta porque permite las guerras, ayudando con ello a que yo me sienta menos culpable cuando discuto con mis amigos y me peleo con mis hermanos.
Me gusta porque deja que el mundo pase hambre, que los ricos sigan siendo ricos y los pobres, pobres, y porque contempla impasible desde arriba cómo mueren a diario miles de niños inocentes con las barrigas vacías, ante el dolor de sus desesperadas madres que no pueden hacer nada para evitarles la hambruna. Eso hace que mi conciencia se sienta mucho más tranquila cuando no doy limosna a los pobres y que me haya perdonado a mí misma por permitir la muerte de Hércules, aquel hamster al que dejé sin comer una semana cuando era pequeña.
Me gusta Dios porque permite las catástrofes y los desastre naturales, aún sabiendo que la miseria se ceba siempre con los más débiles, quedándoles sin casa, sin enseres personales y sin lo poco que tenían, y me gusta, porque así puedo disfrutar sin remordimientos de las comodidades de mi hogar y acostarme en mi mullida cama por las noches, mientras siento la cálida caricia de las mantas, sin pensar que soy una privilegiada ni encontrarme culpable por ello.
Me gusta Dios porque envía plagas, enfermedades y pandemias para castigar al mundo, en lugar de ofrecerle respuestas, y consiente que los científicos trabajen día y noche sin que se produzca el milagro en sus tubos de ensayo, mientras enfermedades como el cáncer o el sida asolan a la humanidad. Eso me hace que yo pueda comprender mejor la lentitud de sus progresos, y disculpe a los facultativos cuando considero que cometen errores y negligencias.
Me gusta Dios porque aprieta los gatillos de las pistolas, porque ponen en funcionamiento las metralletas y propulsa la inercia de los carros de combate, que ofrecerán como sacrificio divino la vida de mil muertos inocentes. Me gusta porque es un gran embustero, tan experto en el arte de la farándula y la farsa, que ha conseguido a pesar de todo, que sus madres y viudas sigan mirando al cielo mientras ahogan sus dolor en los velatorios y los entierran.
Me gusta porque sigue siendo el máximo exponente de fe y el receptor por excelencia de todas las lamentaciones; porque ha creado un séquito de santos milagrosos más ciegos y sordos que él, ante los que la gente ora y expone sus plegarias, y eso descarga el alma, alivia el espíritu y da esperanza a un mundo, que a la deriva, necesita urgentemente una tabla de salvación a la que aferrarse.
Me gusta Dios cuando observo la grandeza del paisaje de los valles y montañas, cuando escucho la serena paz que transmite la corriente del río y cuando mi mirada se pierde en la inmensidad del mar sin alcanzar a ver la otra orilla.
Me gusta Dios cuando miro emocionada a Carmen, mi vecina, mientras puedo percibir en cada acto el cariño que derrama sobre Juan y José, sus dos hijos subnormales, porque su paciencia me estimula y me estremece, y en ella sí veo a Dios.
Me gusta Dios cuando le sorprendo camuflado entre miles de voluntarios que se afanan cada día desde las distintas instituciones, regalando su tiempo para paliar el dolor de los más débiles.
Personalmente, me gusta Dios porque llenó mi camino de baches y obstáculos, porque me dejó transitarlo sola sin darme la mano ni siquiera para cruzar los tramos más difíciles. Al mirar atrás y ver mis pasos, observo que sólo están mis huellas; y no, no es porque Dios me llevase en brazos en ese trayecto, es sencillamente porque lo hice en solitario. Pero me gusta, sí, me gusta Dios porque con todo ello consiguió que fuera más valiente, más humana y mucho más persona. Me enseñó a valorar las cosas importantes de la vida, a reafirmar los principios esenciales del alma y a creer exclusivamente en el hombre por el hombre, sin ataduras celestiales ni temores divinos.
A fuerza de no darme nada, he conseguido no estar en deuda tampoco; ni me debe ni le debo. Dios y yo, estamos en paz, y eso, dice San Jerónimo, el cura, que es muy importante.
Como pueden comprobar sus santidades, prosiguió la muchacha, es verdad, no creo en Dios, al menos en el Dios que ustedes promulgan. No respeto sus normas ni cumplo con sus preceptos. No adoro a falsos profetas ni creo en el juicio final, y hasta ignoro las leyes de la cuaresma y como carne cuando me apetece. No creo en la venida del Espíritu Santo ni en esa ridícula Santísima Trinidad, y desde luego no espero redentores.
Sin embargo, procuro transitar mis pasos haciendo el menor daño posible. Es verdad que he olvidado casi todas mis oraciones, que no venero a los santos, que no voy a misa los domingos ni dejo en el cepillo la chatarra sobrante de mi cartera. ¡Ni siquiera acudo en Navidad a la misa del gallo!.
En su lugar, hago repaso del día por la noche, procurando detenerme en aquello que he fallado y sacando la enseñanza para corregirlo. Elevo mis plegarias al universo en la esperanza de que al fundirse con otras, se transformen en energía positiva para el mundo. Procuro estar cerca de los que sufren y transmitirles mi consuelo, y he compartido durante los tres últimos meses el humilde sueldo de mi viudo padre, con la familia de María, la amiga de mi hermano pequeño, para que pudieran comer dignamente mientras su padre encontraba trabajo.
Sí, continuó la joven dirigiéndose a la multitud... puede que mi Dios sea diferente, pero ¿estáis en condiciones de afirmar que el vuestro es mejor?.

El concilio se reunió un momento a solas antes de emitir el juicio final, y ante la sobriedad de las palabras de aquella muchacha, decidieron absolverla.
__Puede que no estés en lo cierto, resolvió el sumo sacerdote, pero has hecho una buena defensa y está bien argumentada.
Vete en paz mujer, y sigue haciendo el bien desde cualquier concepto. Al fin y al cabo, quizá todo se reduzca a la misma doctrina bajo diferentes puntos de vista.

Éste, mi querido lector, es el producto de muchas horas de reflexión a cerca del Ser Supremo.
No tiene una enseñanza, tiene muchas, pero ni siquiera tienes que compartirlas. El ateo soy yo y ésta es sólo mi palabra.

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