José, el último artesano de muñecas, se embutió en su pelliza de cuero, se colocó la visera y los guantes y salió como cada atardecer por estas fechas a “hacer la ronda”, como a él le gustaba definir a aquel recorrido que año tras año realizaba durante la noche de Nochebuena como un ritual aprendido y casi obligado.
Meditaba cabizbajo mientras empujaba el viejo carretón que ya sabía el camino casi tan bien como él. El chirrido del engranaje de las ruedas y el crujir de la madera agrietada por la huella del tiempo, le recordaban cuántos años llevaban juntos haciendo el mismo trayecto y cómo habían cambiado las cosas desde que acompañara a su padre por vez primera cuando era niño.
Las intensas heladas de los inicios del invierno, y las nieves generosas y madrugadoras, agravaban en esta época su artritis reumatoide, que se rebelaba contra el frío anquilosando sus dedos deformados entre el cuero desgastado de los guantes.
__Qué diantre! , decía para sí. ¡Qué lejos me quedan aquellos años en los que el invierno sólo era un cambio transitorio de estación en mi ropero!... ¡Me hago viejo, demonios!
Caminaba sin prisas ajeno al gentío que se dispersaba acelerado para no perderse la cabalgata de “Santa Claus.”
__¡Ese “gordo barbudo”, nórdico y aburguesado!, refunfuñaba para sus adentros. ¿Pero por qué se empeña en volver todos los años? ¡Y encima es rojo! ¡Me cago en el trineo y hasta en los renos!
Evocaba en la memoria aquellas navidades de su infancia, aglutinando los recuerdos con nostalgia, reviviéndolos con total nitidez, como si el tiempo se hubiera detenido en sus vivencias.
La ciudad era mucho más pequeña entonces y “ la ruta de los juguetes” se hacía las vísperas de Reyes, porque ese personajillo convertido en padre de adopción aún no existía.
No había contenedores de basuras ni aledaños cercanos a éstos donde rescatar juguetes maltrechos para su restauración. Ese servicio municipal lo suplía un carro tirado por mulos y un par de basureros por todos conocidos, que montados en el saliente trasero del carromato, avisaban de su llegada mediante una trompetilla que hacían sonar impetuosamente para que los vecinos fueran saliendo a vaciar sus respectivos cubos. Y no, no había juguetes entre aquellos desperdicios de basura, porque apenas si había dinero para comprarlos. ¡Hasta los Reyes Magos de antaño eran pobres, carajo! Y aunque era una noche mágica y ansiada por los más pequeños igual que ahora, los zapatos amanecían a la mañana siguiente milagrosamente duplicados con otro par, nuevo eso sí, y una cartera sin estrenar donde poder meter los escasos libros del año en curso y transportar los lápices sin el peligro de que se fueran escapando por los agujerillos de las esquinas antes de llegar a la escuela.
¡Qué lejos quedaba todo aquello de las sofisticadas aulas actuales, donde el ordenador no deja espacio suficiente al pupitre y las pesadas mochilas encorvan las espaldas de esos muchachos satisfechos y repletos, que a pesar de tenerlo casi todo, se encaminan al colegio taciturnos y apáticos!
Sin embargo, pensaba orgulloso, había algo en los ojos de aquellos niños que se mantenía inalterable a través del tiempo; algo que a pesar del progreso y el consumismo desmedido de nuestros días, se seguía repitiendo año tras año, generación tras generación. Algo tan sencillo y valioso a la vez, que ni los grandes fabricantes habían conseguido mercadear con ello... la ilusión; seguramente, porque al igual que el resto de los sentimientos, no se pueda comprar ni vender.
José proseguía sus pasos absorto en los recuerdos, rescatando el pasado en la añoranza del tiempo que no vuelve. Visionaba en su memoria más antigua aquel muchacho que aprendió el oficio de sus antepasados y que en noches como ésta, acicalado contra su voluntad, con traje, corbata y abrigo a cuadros, no sentía el frío ni la escarcha, sino el corazón latir mucho más fuerte, cuando su padre, ya en la puerta le colocaba la gorra antes de salir y le decía: “¡Andando, capitán! La noche es nuestra” y él le respondía entusiasmado: “¡Sí, mi general”.
La ruta era breve, exacta y con una única dirección: “La barriada de San Pedro”, el aposento de los ricos.
Acudían allí llamando de puerta en puerta y los señores sacaban las cajas ya empaquetadas con los viejos juguetes de sus hijos, mientras ellos los iban depositando en la carretilla cuidadosamente, con el mismo esmero que si de impecables regalos se tratase.
__¡Con cuidado capitán, no se lastimen! repetía el general una y otra vez con el temor de que pudieran sufrir algún daño en el transporte.
Una vez terminada la recolecta, casi nunca se esperaban a llegar a casa; la curiosidad les ganaba la batalla y al volver la manzana, de regreso, se detenían en la esquina más discreta para husmear las cajas y echar un rápido vistazo a su contenido. Muñecas sin ojos, con las piernas y brazos rotos, sucias y mal vestidas; algún indio sin plumas, una pizarra rajada sin pizarrines y varios camiones sin ruedas. Algunas veces acompañaba a la mercancía un manojo de cuentos con las páginas de los dibujos arrancados y las hojas desprendidas de las pastas.
Casi siempre era lo mismo, pero para él todo era nuevo. Sabía que su padre conseguiría coser los libros y dar vida otra vez a esas muñecas, para las que su madre confeccionaría bellos trajes de princesas. En un par de meses lucirían como nuevas en el escaparate de la vieja tienda familiar.
El traqueteo de la carretilla al iniciar el camino en obras que precedía a la urbanización de chalets adosados, le hizo volver a la realidad; estaban llegando al principio de la ruta. La noche se había cerrado en niebla y el frío y la humedad persistían en su empeño por enmarcar un paisaje tan típico.
Ahí estaba el primer punto de recogida de basura, y tal como esperaba, las cajas se apilaban contiguas a ambos lados de la acera.
Al otro extremo del puente se oía el bullicio de la música de las carrozas. Papá Noel estaba haciendo su entrada procedente de la estación del norte y colmaría de regalos a grandes y pequeños; y en este lado, la otra cara de la moneda... el despilfarro.
Como cada nueva Nochebuena, las habitaciones y armarios de los más pequeños se despojaban de los juguetes usados para dar paso a los nuevos.
La muñeca meona del año pasado ya no sirve, porque este año han sacado una que hace pis con sonido y a todo color. La Barby Princesa ha perdido su corona y hay que cambiarla por la reina .La Trencitas Saltarina se ha quedado anticuada porque ahora hay una que corre que se las pela, y a la Nancy hula hoop hay que sustituirla por la nueva versión monitora de batuka que incluye un gimnasio con alumnas y todo. La Carmela Embarazada se ha puesto tan gorda que ya no cabe en el carricoche y este año está de moda la Bárbara Multípara que ha tenido cuatrillizos y se desplaza en coche familiar. La antigua Barriguitas se ha convertido en una estilizada profesora de Pilates y hasta al novio de la Barby le han transformado en un musculoso metrosexual.
José va escogiendo la mercancía casi sin mirarla. Está tan vinculado a su profesión y a esos juguetes, que cada año le cuesta más trabajo seleccionar. No puede evitar sentirse un poco culpable cuando tiene que decidir a quién se lleva y a quién deja. Es como si de pronto todas esas expresiones cobraran vida propia y suplicaran en silencio un final más digno que el vertedero asignado para su incineración.
Sin apenas revisar su contenido va colocando las cajas, dos aquí, tres allá… Algunos muñecos son tan pesados y guardan tanta similitud con la realidad que parecen de verdad, y otros casi ni están estrenados.
Son demasiado sofisticados, y los han mecanizado tanto, que cada vez le resulta más difícil recomponerlos, y a menudo, cuando lo consigue, sólo vuelven a ser simples muñecos como los antiguos. Después de todo él no es más que restaurador, ni mecánico ni electricista. No entiende de cables sueltos ni discos rayados; él sólo sabe insertar ojos, piernas y brazos... ¡Difícil oficio para los tiempos modernos!
En apenas tres paradas ha llenado el carretillo, pero un último envoltorio le llama la atención. Parece un muñeco grande, uno de esos llorones bien imitados del que apenas asoman por su abertura unos cuantos pelillos rubios apelmazados y sucios. ¡Y lo han tirado con saco y todo!
__¡Seguro que estará casi nuevo, quedará impecable con un buen toque de agua y jabón! A Paula, la pequeña de los Rodríguez, le encantará, se dice a sí mismo mientras lo deposita arriba del todo sin mirarlo siquiera.
Un año más la ruta ha terminado por esta noche. ¡Y en Reyes, más de lo mismo!
Se ajusta la visera, se sube bien el cuello y emprende el camino de vuelta elevando una última mirada al cielo mientras piensa: ¡Ay, general, si pudieras verlo!... ¡cómo habrías disfrutado!
La ciudad está perfectamente iluminada y la música ambiental de los villancicos ha sustituido a las cuadrillas de mozos que cantaban antaño al compás de las zambombas y panderetas. Tan sólo algunos viejos arraigados a la tradición siguen manteniendo viva la imagen del zambombero en las tabernas, emborrachando la afinación con buen vino de la tierra, pero ya no quedan jóvenes que les sigan.
La escarcha deposita su primer aliento sobre los cristales de los coches y ha comenzado a nevar.
José apresura su marcha, cuando un débil quejido interrumpe su calma. Prosigue su rumbo mientras observa a uno y otro lado de la calle por si algún animalito vagabundo le reclamase, pero no ve nada. Sin embargo el sonido persiste y suena cerca, como un débil lamento. No es la primera vez que entre los paquetes se ha encontrado algún gatito pequeño, resguardado entre los cartones a cobijo del frío, así es que se detiene y se dispone a echar un vistazo al carro, comprobando asombrado que el sonido procede del saco. Lo abre con cautela e introduce sin miedo la mano en su interior. Un inesperado escalofrío le recorre el cuerpo como una sacudida generalizada; no reconoce ese tacto como el de ningún muñeco.
__Podría ser, dice intentando convencerse a sí mismo de que es imposible lo que está pensando... cada vez los imitan mejor.
Está tan paralizado que no es capaz de ordenar las ideas con coherencia, pero sabe perfectamente lo que está tocando… son muchos años de oficio y sus manos, aunque artríticas, no le engañan. Sin embargo, no puede dar crédito a lo que está percibiendo.
Con los dedos temblorosos, apenas sin atinar, y cada vez más convencido de lo que va a encontrarse, decide deslizar la cremallera de la tela hasta abajo. Las lágrimas comienzan a descender por sus mejillas al compás que el tejido va dejando al descubierto la cara más amarga de la vida. La emoción le embarga y se agotan los recursos de los vocablos para expresar los sentimientos que le inundan, mientras sus torpes palabras sólo alcanzan a balbucear... ¡No puede ser! ¡Dios mío, no puede ser!... ¡Es un milagro! Es un niño precioso y está vivo, ¿quién puede haberlo abandonado?
Sin pensarlo un momento, de forma casi autómata, le aprieta contra él y le cubre con la pelliza mientras se dirige a casa a toda prisa. Los pensamientos se agolpan en su cabeza como feroces mazazos que van y vienen.
__¡Habrá que entregarlo a las autoridades!, esto no es un juguete.
Pero es injusto, Dios nunca nos bendijo con descendencia y María no podrá desprenderse de él cuando le vea.
Es como un regalo divino. ¡Y en una noche como ésta!
Apenas si puede pensar con lucidez, pero dentro de la alegría que le embarga, no puede evitar sentir rabia.
__Podría haberse muerto aterido de frío .Habría terminado en el basurero con los otros, sin que nadie hubiera sospechado siquiera la tragedia.
Pensó en su padre, en lo que hubiera sentido de haber podido compartir esa experiencia. Miró hacia el cielo una vez más, y con la voz entrecortada, sin poder contener la emoción dijo: “Ya ves, general, esto es parte del maldito progreso. Una sociedad vanguardista en tecnologías y carente de valores fundamentales, eso es lo que estamos creando. Una auténtica sinrazón que crece y decrece en perfecta progresión aritmética. Un mundo tan capacitado para crear vida como para destruirla...capaz de dar el mismo final a un juguete que a una criatura.”
Las luces de su casa se perfilaban encendidas a los lejos, y a pesar de lo acelerado de su paso, a José le parecía que no llegaba nunca. Sólo pensaba en la reacción de su esposa cuando le viera aparecer con aquel presente, el más inesperado, y sin duda el mejor de toda su vida.
Abrió la cancela nervioso mientras gritaba:
__María, María!
María salió sobresaltada.
__¿Qué ocurre, José? Llegas tarde. La cena está lista.
José, con gesto inquieto, la cogió por el brazo y la introdujo en casa apenas sin mirarla.
__Añade leche en polvo y biberones, mujer. Tenemos invitados.
María observaba atónita e impaciente cada movimiento de su esposo, mientras éste se deshacía cuidadosamente del atillo hasta depositar al niño en sus brazos.
Le observó durante unos segundos con los ojos brillantes y desorbitados, llena de júbilo, sin atreverse a preguntar nada, como si en una comunicación perfecta de sentimientos intuyera de alguna forma que ya nadie podría separarlos.
José la miraba emocionado mientras la abrazaba, protagonizando sin saberlo, la más bella imagen del mejor belén viviente.
__Pero, mujer, ¡dime algo!
Y María respondió con tono firme y segura de sus palabras:
¡Es precioso, José! Le llamaremos Jesús.
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