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jueves, 3 de marzo de 2011

Más Allá del Silencio

_ Primer Premio del Concurso de Navidad 2006 _
(Editado y publicado en la Antología de Relatos Breves de Navidad)
Depósito Legal CC - 375- 2007
Mi primer recuerdo navideño se remonta al vientre de mi madre, cuando mi existencia era sólo un proyecto de vida inacabado. Puedo sentir como mi cuerpo reposa acomodado en el seno de una mujer morena de tez curtida y expresión dulce, que se mueve ágilmente de un lado para otro a pesar de su avanzado estado de gestación.
La presiento angustiada, impregnando su congoja en cada paso, mientras se afana en hacer varias tareas a la vez, como si el tiempo le resultara insuficiente o el reloj pudiera detenerse en cualquier momento.
Percibo su ansiedad en cada latido, en cada soplo comprimido de aire fresco, en cada gesto, en cada sorbo de café que me sabe a dulce néctar, y me remuevo en sus entrañas, y me expando en señal de protesta, intentando llamar su atención en demanda de esa calma interrumpida
Apenas me queda mucho sitio para moverme entre estas acolchadas paredes que me separan del exterior y que cada vez comprimen más mi frágil cuerpo, que en el octavo mes se encuentra ya casi formado, a punto de culminar la perfecta obra que es la vida, y predispuesto a enfrentarse con el mundo externo.
Hoy el aire se torna irrespirable, en una extraña mezcla de olores a guisos variados que me llegan desde fuera. Al otro lado de la estancia, una voz que agradezco, interrumpe la tarea culinaria, es mi padre, que desde la cama solicita el desayuno.
Mi madre se ha tumbado junto a él y espera tranquilamente a que termine su último sorbo, mientras aguarda impaciente su caricia cotidiana. Casi puedo sentir sus callosas manos sobre mi espalda, y como sus dedos juguetones se deslizan suavemente en movimientos rotatorios, provocando una serena quietud en mamá, que ahora reposa plácidamente sosegada, como si de un bálsamo espiritual se tratase, al tiempo que le dice: ¡Arriba, perezoso! ... Hoy no tienes excusas, es Navidad.
Y mientras mi padre se levanta lentamente, ella vuelve a la cocina atolondrada y llora, llora sin consuelo su desdicha, sin poder evitar transmitirme su angustia en cada lágrima, en cada suspiro acongojado, en cada quejido reprimido que me asfixia, en este líquido acuoso de amargas sensaciones.
Unos pasos silenciosos y certeros la devuelven a la realidad; es Lukas, mi hermano mayor, que se abalanza sin piedad sobre mí casi aplastándome; Y ahora, con él, la angustia se diluye nuevamente, se esfuma, se evapora.
Todo está lleno de luces y hace frío, y en la calle principal resuena sin parar una música molesta que se mete en mis oídos interrumpiendo mi apacible sueño. La pandereta de Lukas no cesa de sonar y mis padres pasean cogidos de la mano mientras intentan no perderlo entre la multitud que se agolpa alrededor de un nacimiento.
El murmullo exterior es un estampido de voces que me llegan deformadas, pero aquí dentro todo está en calma. Desde este cómodo espacio infranqueable en el que habito, la percibo serena, y creo que en este momento hasta es feliz, porque así puedo sentirla en cada latido acompasado de su corazón. Es esa candidez que transmite el alma cuando está en estado puro y es capaz de acariciar sin el contacto de la piel, sin las palabras, olvidando los sentidos y dejándose guiar solo por el perfecto mundo de las sensaciones, en una comunicación espiritual a la que a menudo concedemos muy poca importancia, y que será sin duda, lo que más eche de menos cuando abandone este espacio temporal que ahora ocupo.
De vuelta a casa, todo está preparado; la abuela se ha encargado de ultimar los detalles de la cena y todos comentan que la mesa está decorada con ese exquisito gusto que la caracteriza, en impecable concordancia con el ambiente de paz y armonía que se respira.
Todo es perfecto menos el espacio, porque han venido los primos de Madrid y los tíos de Gerona, y encontrar un hueco digno en la mesa se convierte en una carrera de saltos por escoger el mejor sitio, pero... ¡Estamos juntos!.
Me gusta, es divertido y todos están tan contentos, que siento envidia por no poder estar ahí fuera y cantar y bailar como hacen ellos, mientras se ríen jaleando a Lukas, que se ha puesto a hacer el tonto como siempre.
Hasta papá parece haber diluido sus males esta noche, como si la carcoma del desaliento pasara de largo sobre su endeble salud, esbozando una sonrisa para sucumbir en la nada, igual que si de una broma pesada se tratara.
Una extraña sensación de desconcierto empieza a aturdirme, y creo que tiene que ver con ese líquido amarillento que mi progenitor derrama sobre las copas, al tiempo que invita a mi madre a beber “un culín más”, porque “el niño también tiene derecho a brindar”, y el niño, me temo que soy yo.
Intento mantenerme vigilante, para no perderme ni un detalle de la gran fiesta que tienen montada y sobre todo, por observar la expresión de la cara de mi hermano cuando desenvuelva el regalo que le han dejado bajo el árbol. Me gustaría ver como funciona ese tren eléctrico y cuántas vueltas puede dar sobre los raíles de las vías antes de que el “enano” lo destroce, pero el cava me ha agotado y el sueño empieza a rendirme... ¡Me duermo!.
Un zumbido estrepitoso me despierta a la mañana siguiente interrumpiendo mi sosiego. Es el corazón de mi padre, que apoyado en el vientre terso que me acoge, late casi al unísono junto al mío, como queriendo detener el tiempo en ese instante, con un abrazo indescriptible.
Mi madre le acaricia suavemente el pelo, mientras él, entre retazos de ternura acorazada, intenta encontrar el valor de las palabras y susurra lentamente: A éste no voy a conocerlo, pero será robusto y hábil como yo, y tendrá tu sonrisa infinita, y tu profunda mirada, y crecerá sano y fuerte, y se hará mayor sin que apenas te des cuenta, como Lukas. Un día le hablarás de mí y de cuánto le quise aun sin haberle conocido.
Le explicarás que me mantuve firme hasta el final, que luché por llegar, por abrazarle, y que el tiempo me ganó injustamente la batalla. Mientras, yo te observaré expectante desde algún lugar, y escucharé tu discurso inacabado, aún cuando no puedas verme ni oírme. Me sentirás aplacando tu angustia contenida, ocupado en construir diques de fortaleza a tus lágrimas.
Las palabras retumban sobre mí, envueltas en una amalgama de encontradas sensaciones. Por un lado, la serenidad de mi padre, su aplomo, su entereza y esa lección de amor en cada frase, como certero pincel que se esfuerza en dibujar el color de la esperanza. Por otro, la comprensible aflicción de mi madre, que llora desconsoladamente, mientras le separa de mí para fundirse con él en un abrazo que nunca olvidaré.
Y ahora, mi inquietud, mi batalla por emerger, por confundirme entre sus cuerpos y mezclarme en la expresión de amor de sus caricias, de sus cómplices miradas. Y una vez más, Lukas, que ausente al drama, impone su alegre presencia y se sube encima de mi padre obligándole a jugar al caballito; mientras yo me siento tan desafortunado por no poder compartir esos momentos.
Quiero salir, gritar, llorar con él condensando sus lágrimas, consolarlo, exprimir su amargura contenida, expandir su dolor con mi sonrisa, despedirme... Y sin embargo, sólo puedo dejar que me sienta y sentirle.
Papá murió en Enero, unos días antes de que yo viera la luz por vez primera, pero murió sintiéndome, con la mano en el vientre de mi madre y mis dedos entrelazados en los suyos, intentando burlar la piel como si no existiera.
Durante los siguientes siete años, ninguna navidad volvió a ser igual que aquella; había muchas ausencias además de la de mi padre. Faltaba alegría, ilusión, emoción, entusiasmo... Faltaba vida, y solo Lukas y yo parecíamos pasar ajenos a todo.
Sin embargo, en la conducta de mi hermano, se encontraba presente cada instante como una herencia aprendida. Estaba en cada acción, en cada gesto, en cada expresión involuntaria, y en esa frase que se instaló de forma perpetua en su vocabulario: “papá decía”.
Yo no tenía imágenes reales de su presencia, pero me invadían un montón de sensaciones en el recuerdo, ambiguas, pero cercanas, tan próximas que sólo tenía que cerrar los ojos para volver a sentir otra vez su mano en la mía, su latido en mi latido y su amor en mi alma, hasta tal punto, que muchos días, aunque nunca se lo conté a nadie, me levantaba con la impresión de haberlo tenido muy cerca de mi cama y con su olor en mi almohada.
Unos días antes de navidad, creo que debió ser un sueño, imaginé que volvía a cenar con nosotros. No podía compartir nuestra mesa, ni sentarse a nuestro lado, ni mordisquear aquel turrón de chocolate que tanto le gustaba y que mi madre nunca volvió a comprar; pero estaba allí, suspendido en un rincón del salón, como flotando en el aire. Era como una de esas fotografías antiguas en las que sólo se distingue la cara y todo lo demás aparece difuso alrededor. Nos miraba afligido, como intentando transmitir con la mirada que algo estábamos haciendo mal.
Nadie más podía verlo, sólo yo, y en una forma que me resultaba familiar, volví a sentirle como cuando estaba dentro de mamá, en ese confortable espacio de su abdomen, y me hablaba, y me acariciaba desde ese plano en el que el alma se comunica por sí sola, vetando a las palabras.
Me dijo que debíamos vivir la navidad como aquella última, como si él todavía estuviera entre nosotros, porque de alguna forma, nunca se había marchado y seguiría estando siempre, aún cuando no pudiéramos vernos ni comunicarnos como antes. Y dijo: “no hagáis caso a vuestros ojos, sino a vuestros sentidos, y tratad de escuchar solo con el alma”.
Aquella navidad puse su foto junto al árbol; y al lado de la suya, dejé envuelta en un bonito papel, una mía, como si de otro regalo más se tratase.
Al terminar de cenar, cuando fuimos a recoger los obsequios, mamá preguntó extrañada: ¿qué es esto?. Es mi foto, le dije, para que papá pueda ver cómo he crecido y sepa que yo también le recuerdo con cariño, y la de Xuxo, nuestro perrito guardián.
Mi madre trató de hacerme entender en vano, que nunca más podría vernos, y exaltada, entre sollozos, trataba de explicarme que los que se van nunca vuelven.
Entonces, desde mi cándida inocencia, le conté mi sueño y fui descubriéndole paso a paso cada una de las sensaciones que durante tanto tiempo había venido experimentando en silencio.
Me miró con ternura, y después de pedirme perdón por los modales, me abrazó con fuerza, al tiempo que revolvía mi pelo con sus manos, como años atrás había hecho con el de mi padre, cuando yo flotaba suspendido en el útero materno y él me acariciaba sin que pudiera devolverle ni uno solo de sus gestos.
Papá estuvo en ese abrazo, como antes, y aunque nunca se lo pregunté, sé que ella también debió sentirlo, porque la expresión de sus ojos al volverme a mirar era inquietante, y con ese brillo especial que sólo él sabía transmitirla y que había perdido desde que se marchara.
Creo que conseguí traspasarle mi experiencia, porque su sonrisa desdibujada, fue tomando forma poco a poco, y las siguientes navidades, volvieron a ser alegres, como siempre habían sido.
Han pasado muchos años y mi padre ha sido una constante ausencia en mi vida. ¡¡¡Le he echado de menos en tantos momentos!!!... El día de mi primera comunión, cuando me gradué, en mi boda, al nacer mis hijos, en el entierro de mamá, que casualmente murió en el mismo mes y el mismo día que él, como si se hubieran puesto de acuerdo en la fecha para venir a buscarla; y por supuesto en Navidad.
Pero cada año, siguen estando de alguna forma con nosotros, y puedo sentir su energía, del mismo modo en que la he sentido en esos otros momentos difíciles en los que estaban conmigo aún sin estar.
Hace tiempo que entendí, que la muerte es un tránsito hacia un plano desconocido, y que no podemos saber qué hay más allá; pero creo, que si pudieran vernos de algún modo desde esa dimensión que ocupan, deberán sentirse tan impotentes como yo me sentí en el seno materno, al no poder salir y transmitirles mi abrazo, y sentirles tan cercanos como lo hacía Lukas.
Tal vez, nuestro lenguaje con ellos, sólo pueda ser el de las sensaciones y no el de los sentidos; por eso, ahora que la familia va creciendo, mi única preocupación en estas fechas, es encontrar el espacio suficiente para poder hacer un hueco a todos en mi estancia, porque cada vez faltan más. Y transmitir ese legado a mis hijos, porque algún día, yo tampoco estaré físicamente entre ellos, y me gustaría verles felices, compartiendo su cena desde esa otra dimensión.

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