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jueves, 3 de marzo de 2011

La Última Confesión

Conocí a Claudia en mi primera misión humanitaria. Al bajar del autobús y pisar tierra Chilena, nos recibió entusiasmada. Apenas hubo tiempo para presentaciones y cuando me disponía a recoger el equipaje, un cuerpo ensangrentado, negruzco y menudo, se abalanzó sobre mí como una exhalación... Eso es lo último que recuerdo de mi llegada.
Me despertaron las voces del chiquillerío que jugaba en la calle ajeno a todo, con un chirrido intermitente.
Las vigas de madera del techo lucían agrietadas por el paso del tiempo, como dama madura que se aja con los años. Las paredes amarillentas rezumaban humedad en aquel habitáculo sencillo y despejado, y sobre el rayo de luz que proyectaba la ventana, miles de partículas de polvo danzaban a sus anchas en baile de cabriolas. Una cama, un armario y un baúl al fondo eran todo el mobiliario que me acompañaba. Sobre el baúl reposaba una foto que al acercarme reconocí como familiar; era Claudia, la misionera que nos había recibido a la llegada.
Todo era confuso en aquellos primeros momentos. Mi camisa blanca y mis vaqueros estaban manchados de sangre, sin embargo mi cuerpo no presentaba rasguño alguno que lo justificase.
Un ligero mareo y un chichón en la cabeza me devolvieron de nuevo a aquella imagen infantil y mal herida que me había dado la bienvenida nada más llegar. La puerta permanecía entreabierta y la silueta de Claudia se perfilaba tras ella con amable semblante y ademán de permiso para entrar.
Me explicó que la casa de Marcos había ardido con sus tres hermanos dentro, y que él, después de salvar a dos de ellos, había corrido despavorido a pedir auxilio al centro que les prestaba asilo. Los ojos de Marcos, dañados por el fuego, no supieron distinguir y se abrazaron al primer cuerpo que vieron, confundiéndome con una de las hermanas de la comunidad. Ante el impacto del pequeño, consumido por las llamas, me había desvanecido.
__ Has de ser fuerte, decía Claudia. Aquí te vas a encontrar con más desgracias de las que a veces puedas soportar, pero tienes que aprender a sobreponerte y seguir adelante sin que la piel se agote. Te acostumbrarás.
__ ¡Sin que la piel se agote! ¡Cuanta razón tenían aquellas palabras!. Tuve que recurrir tantas veces a aquella expresión en los días siguientes, que hice de ella un mantra sagrado. Sin que la piel se agote, sin que la piel se agote... Aunque el alma llore por dentro, que no se agote la piel, ese era el lema.
Pero yo sólo era una simple enfermera recién salida del cascarón, sin más experiencia que los dos años de prácticas de la escuela y con un alma novel, llena de proyectos y poco curtida.
Claudia iba a ser mi tutora durante los próximos meses y aunque era tremendamente dulce, la presentí desde el principio como alguien anclada en la desdicha, hecha a los golpes; tan segura y tan fuerte que me transmitía entusiasmo y envidia en iguales dosis.
A la mañana siguiente nos dirigimos al “poblado del amarillo”; le llamaban así por el color de la tierra que cubría el asfalto de sus calles.
Acudimos al entierro del hermano pequeño de Marcos, que falleció en el incendio y visitamos a su madre y a los otros dos hijos que permanecían alojados en casa de una vecina, alrededor de una mesa camilla mugrienta y raída, con cuatros sillas desencoladas, que junto con una pequeña vitrina de espejos carcomidos, componían todo el mobiliario del salón. Me sorprendió la entereza de esas dos mujeres que unidas en la desgracia compartían lo poco que tenían sin dejar de mirar al futuro con esperanza, sobre todo sin lágrimas.
Continuando camino, con el alma encogida todavía y sin apenas darme tiempo a reponerme, llegamos a un “galpón” grande, una nave destartalada y mal pintada que por su tamaño sobresalía del resto de las casuchas. Frente a una puerta descascarillada, un grupo de chicos y grandes parecía esperar el comienzo de algo importante. Margarita, la fundadora del comedor “Los Piletones”, los iba saludando casi uno a uno por su nombre, hasta dar de comer a los ochocientos noventa, entre niños y mayores que alimentaba a diario.
Todo empezó con un asentamiento de cartoneros que vivían de la venta del cartón. Margarita cobró una herencia, vendió las tierras y decidió dedicar el beneficio para “reponer barrigas”, hasta que dé de sí, como ella dice. Con la ayuda del voluntariado que ha ido formando y de las donaciones que recibe, sin ninguna ayuda institucional, ha conseguido además abrir una guardería, un centro médico y una biblioteca. Para los chicos del comedor es “Mamita”, para el pueblo, Margarita Barrientos, yo, siempre la veré como un ángel.
Nuestro próximo destino era el hostal de María. Claudia había recibido una llamada suya pidiendo ayuda, y mientras recorríamos a pié los casi dos kilómetros que nos separaban de su casa, me iba contando la historia de esta valiente chilena a la que la adversidad no había conseguido amilanar.
María era una mujer fuerte que con treinta años ya había sido madre de cuatro hijos, incluyendo un infante que nació infectado por el virus del sida y murió meses más tarde. Cuando su análisis dio seropositivo en mayo del noventa y nueve, ella había convivido con su esposo durante doce años sin mantener relaciones con ningún otro hombre que no hubiera sido el padre de sus hijos, quien por otra parte, nunca había mostrado ningún signo de infidelidad. Tuvo que aceptar en pocos meses, no sólo las consecuencias de la enfermedad, sino el abandono de su cónyuge, que al enterarse, la negó todo tipo de apoyo dejándola desahuciada y desprotegida. Pero María, lejos de abandonarse a su desgracia, siguió con el negocio familiar, un humilde hostal, herencia de su padre, que le servía de sustento.
Cuando llegamos, María estaba en la cama. Los pequeños no regresarían del colegio hasta por la tarde y Raúl, el mayor de doce años se estaba encargando del negocio. El dolor se estaba haciendo insoportable, la enfermedad le consumía día a día y aunque económicamente iban tirando, necesitaba medicamentos para paliar los síntomas .Después de una breve charla con ella y tras anotar sus peticiones, nos despidió con una amplia sonrisa y con un gesto de agradecimiento que no olvidaré jamás.
__ No te me vengas abajo, insistió Claudia como si de una orden se tratase. Tienes que aguantar por los niños.
__ ¡Nunca! ¡Eso nunca! respondió María con una afirmación y una rotundidad que me dejaron perplejas. ¡Consígueme los medicamentos y volveré a rodar como el mejor carro!.
Hicimos un breve alto en el camino para comer algo en la bocatería más cercana y descansar un poco del trayecto, y por la tarde, después de visitar a Doña Francisca, la maestra que aún casi con ochenta años seguía dando clases en su casa desinteresadamente y tomar un té con ella, nos dirigimos al único hospital de la zona para visitar a Marcos y conocer las instalaciones.
Allí nos recibió Tegualda, la directora del hospital. Una mujer valiente y luchadora que ante la escasez de medios y el afán por aprender, escribió con tan sólo diecisiete años una carta al mismísimo Presidente de su país solicitando una beca para estudiar medicina, y para sorpresa de todos se la concedieron, diplomándose años más tarde como médico cirujano.
Ella es doctora, enfermera, padre, madre, hermana, amiga, y en ocasiones, el único referente cercano y familiar con el que sus pacientes cuentan. Trabaja ininterrumpidamente y sin horario establecido, según las necesidades del guión, como ella misma explica, ya que... cuando prima la vida, no valen los descansos.
Sin medios, sin los medicamentos más elementales y con grandes dosis de ánimo y entrega, Tegualda realiza una labor que sólo está recompensada por la satisfacción interior que el brillo de sus ojos delata.
Marco reposa dormido sobre una de las seis camas que componen el habitáculo, y el olor a carne quemada que subyace aún bajo las vendas es tan intenso que ha impregnado inevitablemente la estancia provocándome una extraña sensación de angustia y asco al mismo tiempo.
__ Las quemaduras del cuerpo sanarán. Se convertirán sólo en viejas cicatrices, explica Tegualda, pero no creo que recupere la visión, sus ojos están demasiado dañados.
Lo dijo tranquila, sin inmutarse, como una lección aprendida ante el dolor, que me dejó el alma tan helada que no pude evitar salirme fuera a llorar durante un buen rato. Entonces, saqué la libreta donde iba tomando nota de cuanto acontecía y anoté: “Hoy ha sido un día duro, me temo que a éste le seguirán muchos otros. Ya no sé si creo en Dios, pero si existe, sólo le solicito que vele por mi piel, el alma hace ya rato que ha caducado”.
Terminamos el día en el espectáculo de variedades de “La Gorda Tomasa”, una cubana dicharachera y simpática que a pesar de tener diez hijos y catorce nietos, se dedicaba a cantar y bailar al aire libre por el simple placer de entretener, aportando lo mejor de sí misma, con más esfuerzo que sapiencia, para paliar posiblemente el dolor de sus semejantes.
Más tarde nos explicaría en una distendida charla que la vida es un mercadeo sin beneficios en el que quien más tiene es quien más debe dar.
Chile era así, una mezcla de tristeza y alegría en la que era fácil pasar de un extremo a otro sin ningún periodo de adaptación, como en una constante necesidad de compensar el dolor con la ironía.
Ya de vuelta en casa, y después de una cena carente de abundancias, terminé de hacer mis anotaciones en la libreta mientras comentaba con Claudia las incidencias de la jornada.
El día siguiente se sucedería lo mismo, y el siguiente igual, y así hasta completar los tres meses de voluntariado que pasé en Santiago de Chile, con circunstancias diferentes, pero con un mismo denominador común: la pobreza, la miseria, la adversidad, y el instinto de supervivencia del género humano luchando contra todo ello, sobre todo las mujeres.
Curiosamente cuanto más se desciende a las capas marginales, más se palpa la fortaleza del sexo femenino, mientras que el hombre queda más relegado al trabajo fuera de casa y casi ajeno a los problemas cotidianos.
He tenido la gran suerte de vivir a pie de asfalto con mujeres que son escudos del patriarcado, a las que la pobreza y la miseria las viste con sus mejores galas sin perder el obligado adorno de la resignación.
He visto lágrimas y sonrisas de esas que hacen perder el miedo y abren las puertas de los sueños.
Frente a las mayores dificultades, hay mujeres que renacen desde el pozo más oscuro para mantener viva la memoria, la fe y la esperanza, porque entienden que no hay guerra que las mate, arma que las destruya ni paz que las oprima.
Me cuestionaba cada vez con más frecuencia mis creencias religiosas, y en las largas noches de interminables charlas con Claudia, este tema siempre acababa apareciendo de una u otra forma. Y así, poco a poco, aquella misionera Chilena se fue convirtiendo en cómplice silencioso de todas mis confesiones.
Cada nueva jornada que enfrentaba era una duda añadida a cerca de ese ser divino y bondadoso que permitía que todas aquellas desgracias ocurrieran, mientras Claudia, mi dulce y paciente Claudia intentaba explicarme al caer la noche que Dios estaba en todas partes, aún cuando costase trabajo aceptarlo.
La libreta de anotaciones creció tanto que se convirtió en cuaderno, y Claudia siempre bromeaba al respecto diciendo que algún día terminaría construyendo un libro con aquellas historias, que me haría famosa y volvería con las ganancias a compartir las riquezas con los pobres.
__ Pero necesitarás un título decía.. un buen título.
Y yo siempre le respondía:
__ Esa será, antes de irme, la última confesión.
Transcurridos los tres meses, al despedirme le hice entrega de aquel cuaderno como una pequeñísima muestra de agradecimiento hacia todo lo que me había enseñado, por tantas vivencias compartidas.
__ Toma Claudia, es tuyo. Para que siempre me recuerdes.
__ No puedo aceptarlo, me dijo. Es tu historia, la recopilación de un montón de horas vividas.
__ Las vivencias y los recuerdos permanecerán imborrables en mi alma. No lo necesito, le respondí.
Me quedo con el título, es lo único que le falta y ese sí quiero que sea mío. ¿Recuerdas?... La última confesión.
__ Bien respondió Claudia. ¿Qué título le pongo entonces?.
Subí al autobús apresurada para ocultar el dolor de la despedida. Me asomé por la ventanilla sin poder contener las lágrimas, y al verla llorando desconsoladamente le grité.
__ Claudia... ¡Dios es mujer! Ese es el título.

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