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domingo, 27 de febrero de 2011

Memorial de Ausencias


En sentido Homenaje a las Víctimas del 11 M

Madrugaba la muerte entre raíles,
viajaba sigilosa
soterrada en mochilas asesinas,
en compases exactos
que detuvieron el tiempo
de todos los relojes.

Detonó la primera, por sorpresa,
sembrando el pánico
de quienes, como tantos otros,
comenzaban a bordo un nuevo día
tan ajenos al fin de la masacre.

No hablaré del horror y la impotencia
porque todos lo vivimos consternados,
y hasta los que estábamos a salvo,
sentimos correr el miedo por las venas
como anestesia letal
que hiela el alma.

Nos robaron la paz esos canallas
en el nombre de Alá y de sus preceptos
salpicados de inquina, odio y demencia
en cobarde emboscada...
Poco me importa ya, si de los suyos
fueron tres, trescientos o tres mil
los que murieron
pues me inyectaron rabia
para ahogarles a todos
en su absurdo fanatismo.

Escogieron Madrid como escenario,
lastimaron el oso y el madroño
empapando el escudo con sangre inocente.
Y fue Atocha cobijo de cuerpos consagrados
en cruel ritual de saña y muerte
alimentando a un dios hambriento de locura.

¡Duelen tanto los muertos
cuando son para siempre...!
¡Cuando entregan el pulso detenido
a ese reloj maldito de lo eterno!
¡Qué más da si después
son santos o inmortales,
si alcanzaron la gloria de los héroes
y almuerzan sentados
a la derecha del Padre!

¡Los buscas y están muertos...!
Tan muertos como la fe que se llevaron
en ese último adiós sin condiciones.

Me quedo, de lo malo
con lo que menos duele...
Rescato al hombre noble
que sigue siendo el hombre.
Me uno a tantas manos
que se multiplicaron
y acudo a mi memoria
para santificarles
por esa valentía
con la que se vistieron.

¡No, que no me diga nadie
que el dolor ajeno es un mendigo
que pasa de largo!
Ni que se han extraviado en el camino
los valores de paz y convivencia...
Yo he visto a esos hombres y mujeres
hacer colas inmensas
sin darle tregua al miedo
para donar la sangre a los heridos
sin distinción de razas ni colores,
sabiendo que podían
correr la misma suerte.

Y he visto arrancar bancos
e improvisar camillas
sin más medios ni mañas
que la propia pasión
que surge de la rabia contenida.
Trabajaron aunados
en un común esfuerzo,
sin mandos militares
ni voces que sometan,
como un ejército eficaz y organizado
movido por la voz de la conciencia.

Yo he visto coger manos,
y taponar heridas
y sostener abrazos hasta el último aliento...
¡Y he visto cerrar los ojos de los muertos
mientras la Cibeles lloraba acongojada!

Me quedo, de entre todo,
con la lección más grande
de conciencia y civismo
que fue Madrid y el mundo.
Con eso, y con la pena
de los que no volvieron,
y con el silencio sepulcral que reina
en ese monumento en Cercanías
donde aparecen inscritos uno a uno.

Y me quedo... ¡cómo no! con la memoria,
y con la expresión sincera
de los ojos anónimos que lloran
cuando alzan la mirada
para leer sus nombres,
tan injustamente colocados
por mucho que les suban tan arriba,
y aun cuando simulen
estrellas luminosas en el cielo.

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